Era una tarde de otoño. Soplaba fuerte el viento del sur. El sol tibio y resplandeciente me impedía ver con claridad mi barrilete que luchaba contra el viento por un lugar del cielo. Logré subirlo bien alto, ya sin más hilo, lo até a un poste y me senté a disfrutarlo. Pensaba en lo bien que la estaba pasando, no era un viernes cualquiera. Mi mamá estaba tejiendo en la cocina, mi papá había ido al trabajo y mi hermana en el colegio. Me sentía un poco raro; normalmente, a esa hora, nunca estaba en casa; estaba en la escuela. Pero ese día, algo inusual había ocurrido.
Resulta que, como todos los mediodías, partimos de casa mi hermana y yo caminando las once cuadras que teníamos hasta la escuela. Llegamos y una vez en el patio mis compañeros me dieron la noticia: - ¡faltó la señorita!. Entramos al aula, éramos pocos los que quedábamos de 5° C, algunos compañeros ya se habían vuelto a sus casas sin decir una palabra. Nos sentamos y esperamos que alguien viniera a informarnos. A todo esto, pasaron algunos minutos, entonces me vino una idea, casi como un deseo, como un sueño posible de ser realizado: ¿y si me voy a casa?, pensé, la directora no me vió..., la maestra no vino..., además, si me quedo, me voy a aburrir, seguro que me van a mandar a otro salón, con una señorita queno conozco; en cambio allá en casa: ¡me podría poner a remontar mi barrilete! ¡Siiiiiiii!, qué bueno que estaría...!. Tomé mi portafolios y sin decir nada, me fuí. El portón de salida todavía estaba sin llave, caminé hasta casa lo más rápido que pude. Al llegar, le dije a mamá: -no vino la señorita y como muchos se volvieron a sus casas, yo también me vine. Ella lo tomó con naturalidad: -bueno, andá y ponete la ropa de entrecasa. Me cambié tan rápido como un relámpago y salí al jardín con mi barrilete. Y así fue como llegué a estar en casa un viernes por la tarde, en horario de colegio.
El lugar en que me encontraba sentado remontando mi barrilete era un lugar privilegiado: desde allí se podía ver perfectamente todo lo que pasaba en el jardín y en la calle. El jardín de la casa era muy grande, y tenía un tahjido a lo largo del frente que daba a kla calle, a través del cual se podía ver quienes pasaban caminando por la vereda.
De vez en cuando le hacía algunos sacudones al hilo para que el barrilete no perdiera latura, me entusiasmaba hacerlo, su vuelo era tan estable que podía permanecer varios minutos atado al poste sin tocarlo. Todo estaba saliendo muy bien, hasta que de pronto, vi a mi hermana secundada por la vicedirectora, caminando por la vereda y no era el horario de regreso del colegio aún. Algo estaba por pasar y presumí que tenía que ver conmigo. Salté como por un resorte y corrí, corrí ciegamente a esconderme en el galpón, y en el intento, me llevé por delante el hilo del barrilete atado al poste y se cortó: como una simbiosis extraordinaria, ambos estábamos escapando, cada cual como podía: yo a merced del miedo y el barrilete a merced del viento. Un raro sentimiento me alcanzaba: por un lado, lo de la escuela, por el otro, lo del barrilete, y pensar que hasta hace unos pocos minutos todo estaba tan bien... : -¡Oscaaaaaaar! - gritó mamá. Rápidamente acudí al llamado, esperando lo peor, fui hasta la puerta de calle en donde me esperaban las tres, la vicedirectora me dijo: -vinimos a ver si estabas acá, porque te retiraste del colegio sin autorización y nos preocupamos mucho, la próxima vez que hagas algo así serás sancionado.
La vicedirectora me reprendió por lo que había hecho y mi madre me puso en penitencia. Mi hermana regresó al colegio con la vicedirectora; y yo me quedé en casa, sin maestra, sin escuela y sin barrilete.
Al día siguiente, fui al almacen a comprar pan y le pregunté a Don Ignacio, el almacenero, si no sabía nada de un barrilete naranja con flecos blancos y verdes, y me dijo que lo vieron caer por la esquina, y que un tal Pablito, amigo mío, lo tenía en su casa.
Finalmente recuperé el barrilete, también a mi maestra y a la escuela. Ya no volví a irme sin permiso. De tanto en tanto me acuerdo de aquel día y vuelven a mi mente esos segundos en los que “ciegamente” me llevé todo por delante