Llovió cuatro años, once meses y dos días. Hubo épocas de
llovizna en que todo el mundo se puso sus ropas de pontifical y se compuso una
cara de convaleciente para celebrar la escampada, pero pronto se
acostumbraron a interpretar las pausas como anuncios de recrudecimiento. Se
desempedraba el cielo en unas tempestades de estropicio, y el norte mandaba
unos huracanes que desportillaron techos y derribaron paredes, y desenterraron
de raíz las últimas cepas de las plantaciones. Como ocurrió durante la peste
del insomnio, que Úrsula se dio a recordar por aquellos días, la propia
calamidad iba inspirando defensas contra el tedio. Aureliano Segundo fue uno de
los que más hicieron para no dejarse vencer por la ociosidad. Había ido a la
casa por algún asunto casual la noche en que el señor Brown convocó la
tormenta, y Fernanda traté de auxiliarlo con un paraguas medio desvarillado que
encontré en un armario. “No hace falta –dijo él-. Me quedo aquí hasta que escampe.”
No era, por supuesto, un compromiso ineludible, pero estuvo a punto de
cumplirlo al pie de la letra…