Y es que no soporto ver esa dulce carita con toda esa tristeza aquejándola, me hiere en lo más profundo de mis sentimientos.
Deseo verla sonreír en plenitud secar aquellas lágrimas para que así de una buena vez pueda ver esos ojitos brillar y contemplarme en su mirada, caminar por un espacio verde con la luz del día acariciando su suave y largo pelo sintiendo la calidez de su mano unida a la mía...
No se por qué razón o sinrazón todavía le creo, todavía lo tomo en serio, todavía espero que me advierta.
Si sabemos como es: efervescencia, reacción por doquier.
Enredos, enojos, enconos, enfados.
Y siempre vuelve. Y si no vuelve, qué?
No se por qué motivo indescifrable todavía me involucro, en sus acaloradas discusiones sobre nada, en sus incontenibles protestas contra nadie. Como si fuese a conquistar el mundo, por el solo hecho de alzar la voz. Aflora el resentimiento a cada rato, todos en su contra lo exasperan. Pero de pronto veo un intersticio de donde sale un hilo de luz. Es chiquito, mínimo. Una pequeña grieta que pasaría desapercibida si no fuera por lo que deja ver… Y lo que se filtra es una luminosidad que me encandila. Casi no me animo a mirar por miedo a perder la mirada para siempre, pero decido acercarme, la intriga me gana, y lo que veo me sorprende. O no. Lo que respira es soledad, lo que busca es atención, lo que reclama es amor. Ese corazón es entrañable, afectivo, blando, pero se esconde detrás de toda esa pantomima de intemperancia y furia, porque se nota que estuvo vapuleado, que sintió el desasosiego, que necesitó y no recibió aquello que hoy sigue buscando desesperadamente.