Los locos corren
por el pasto sin gritos
por la pradera venenosa
y por la piel, entre la luna.
Y los locos giran
sin temor al mareo.
De la casa al árbol,
de la ayuda al horror.
Cuando uno de los locos hable,
los cuerdos, retozando en la penumbra,
oirán el ruido
y verán las verdades.
Los locos que parecen aprisionados
por la muerte selecta del escándalo
tienen pechos rugosos
y bordeados de lumbre.
Y los locos lo saben.
Desde su atónito lenguaje,
por intersticios de meninges espectaculares,
los locos se precipitan
a paralizar el mundo de la muerte.
Aunque más no sea,
para sentarse a llorar.
No hay soles en sus días
Y en sus noches
sobreviven los colores de un ojo que no los ha deseado.
Por eso,
y porque la ventosa de fuego
rebalsa de temor
ante la fantasía de los sanos;
el obturador de los locos está presto
como una lanza.
Y al perforarnos de una vez
con una cartera puntada entre la vida y el cielo...
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